EL FUEGO crepitaba en la chimenea de la pequeña estancia, ahogando el silbido del viento procedente del exterior. Todas las ventanas estaban selladas y cubiertas con gruesas mantas, y junto a la puerta tapiada se hallaba agazapado un hombre que sostenía un hacha en actitud expectante. El sudor caía copiosamente por su frente despejada y formaba oscuras aureolas en sus axilas y en los pliegues de grasa de su abdomen. Ya se había quitado el anorak, pero el calor del cuarto era asfixiante: todas las luces estaban encendidas, y además de la chimenea una vieja estufa eléctrica bombeaba aire caliente a la estancia.
El hombre se limpió el sudor de la frente con una manga sucia y echó un rápido vistazo al otro extremo de la sala, hacia la puerta que daba al resto de la casa, e inmediatamente volvió a vigilar la puerta tapiada. Aguzaba el oído tratando de percibir algo más allá, en la noche nevada. Pero
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